Yo te grito, oh mi Dios. Te estoy gritando
porque quiero que me oigas lo que digo.
En mi angustia, te busco. Soy tu amigo<
Y ¡mírame, Señor! Te estoy hablando.
Me sujetas los párpados y cuando
extiendo a ti mis manos, no consigo
sujetarme a las tuyas. Pero sigo,
pues sé que junto a mí vas caminando.
Me asustaba el estruendo de tu trueno.
Nada tuyo es en mí, Señor, ajeno:
ni las nubes, ni el rayo, ni mi nada,
ni mi noche que cruje sin estrellas
cuando cruzas mi vida arrinconada
y no queda ni rastro de tus huellas.
(J.L.A.)

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