DOMINGO IV DE ADVIENTO
En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a un a ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc1,39-45).
COMENTARIO
En este texto hay dos personajes, María e Isabel, que parecen protagonistas. Luego dos más escondidos, Juan y Jesús, esperando nacer. Pero el principal actor pasa desapercibido; es el Espíritu Santo del que María es portadora y que transmite a Isabel y hace saltar de alegría a Juan en su vientre.
Y es que el Espíritu se contagia. Y el Espíritu Santo, de por medio, siempre hay alegría.
El Espíritu Santo es tan diferente de tantos espíritus que se nos meten dentro y nos contaminan: el espíritu del miedo, los fantasmas, el desánimo, la depresión, la inercia...
Isabel recibe el Espíritu que porta María y la libera de sí misma, la llena de alegría porque le abre a un proyecto nuevo de vida.
Sí, es mayor y estéril. Pero tendrá un hijo.
Qué fe, la de María. Es una gran compositora. Acaba de recibir una partitura con una letra de profundo dramatismo: embarazo inesperado, maternidad divina, ángeles... Pues ella hace una composición musical de inmensa alegría y su canto hace actual un futuro sorprendente. Abre a un porvenir esperanzador para toda la humanidad.
A nosotros, María nos enseña a no quedarnos encerradas en nuestro subjetivismo y relativismo y a creer en las promesas del Señor antes de que las veamos hechas realidad.
(E.A.)

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